La dermatitis atópica extiende sus perjuicios mucho más allá de la piel. Es una patología crónica con determinadas molestias que llegan a alterar el estado anímico y la autoestima, mientras reduce a altos niveles la calidad de vida del enfermo y de su entorno familiar.
“Es una enfermedad predispuesta genéticamente que presenta piel seca, irritabilidad, sensibilidad y picazón. Comienza en la primera infancia y puede conservarse durante toda la vida, aunque en la mayoría de los casos se cura o mejora durante la adolescencia”, explicó el especialista Edgardo Chouela, profesor de Dermatología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.
Es muy frecuente y se da en muchas personas. Según la Sociedad Argentina de Dermatología se diagnostica en el 10% a 15% de los menores.
En el 50% de los casos aparece antes de cumplir el primer año de vida y en el 87% antes de los cinco.
La dermatitis atópica daña la calidad de vida por sus síntomas: erupciones y ampollas en la piel, una picazón que no se alivia, cambios en el color de la piel y su enrojecimiento, áreas engrosadas y a veces dolor al contacto.
Las principales dificultades se centran en la picazón, que puede ser leve, pero también intensa al punto de que si el enfermo se rasca, se lastima.
La picazón empeora de noche por lo que altera la calidad del sueño.
“El prurito crónico atenta contra la calidad de vida tan severamente como el dolor crónico”, manifestó Chouela.
Todos los síntomas desembocan en la irritabilidad, frustración y además depresión.
“Los chicos con dermatitis atópica son fácilmente irritables, pierden atención en el colegio y les cuesta relacionarse con sus compañeros”, afirmó Chouela.
La etapa más crítica se observa entre los 8 y 17 años de edad, dado que el 40% de los chicos “se siente muy afectado e incluso hostigado por esta situación”, fijó el profesor.